miércoles, 18 de julio de 2012

LA MORAL EN EL SIGLO XIX Y UN NUEVO CAPÍTULO DE "PLEAMAR/CRUEL DESTINO"

Me gustaría hablar un poco antes de subir un nuevo capítulo de "Cruel destino" acerca de cómo era la manera de pensar en el siglo XIX. No me refiero sólo a las corrientes filosóficas. Hablo de temas tales cómo la concepción que se tenía en aquella época de la familia. Y de la mujer.
A principios del siglo XIX, la mujer era casi como un objeto. No tenía ni siquiera derecho a pelear por la custodia de sus hijos si decidía divorciarse de su marido. Un divorcio no era plato de buen gusto para nadie. Además de ser algo raro, era motivo de escándalo. Marcaba siempre a la mujer, pero no marcaba nunca al hombre.
Los hombres hacían doble vida. Por un lado, tenían sus aventuras, siempre secretas para no convertirse en la comidilla de nadie. Y, por el otro lado, tenían a sus esposas. Éstas les servían sólo para engendrar hijos. Nada más. Las otras mujeres, sus amantes, les servían para encontrar placer sexual. Dos novelas, "El tutor", de Robin Schone, y "Conquistadora", de Esmeralda Santiago, reflejan bien este estilo de vida. Los maridos de las protagonistas sólo las usan para procrear. En cambio, encuentran satisfacción sexual en sus amantes.
Se extendía la idea de que una mujer buena no podía sentir placer. Ni con su marido ni con ningún hombre. Sólo debían de aguantar el acto sexual por ser éste la única manera posible de tener un hijo.
En Inglaterra, por ejemplo, la situación se agrava a partir de la era victoriana. Es la época de la doble moral. Del puritanismo en el modo de actuar. En España, por ejemplo, era frecuente que los hombres tuvieran dos familias. Su familia legítima, es decir, su mujer y sus hijos legítimos. Y su otra familia, la ilegítima. Es decir, la formada por la amante con la que llevaba muchos años y los hijos habidos de esa relación. Un ejemplo claro lo encontramos en el caso de Eva Perón. Era la hija ilegítima de Juan Duarte, un conocido político conservador argentino. Éste estaba casado con María Estela Grisolía, pero, al mismo tiempo, mantenía una relación con la madre de Eva, Juana Ibarguren. Con ambas tuvo varios hijos, aunque no reconoció a los hijos habidos de su larga relación con Juana. Todo el mundo lo sabía, pero nadie le daba demasiada importancia.
Y estoy hablando de principios del siglo XX.
Por supuesto, a una mujer le estaba prohibido tomar un amante. Pero, si lo tomaba, lo hacía en el mayor de los secretos. Con más secretismo que lo que lo hacía un hombre porque ella sería señalada de por vida. En cambio, al marido se le perdonaban aquellos escarceos.
Sí, amigos míos. El siglo XIX es una época para soñar. Pero también es una época donde ser mujer era peor que una maldición. No eras dueña de nada. Ni siquiera eras dueña de tus sentimientos. Por fortuna, el movimiento sufragista y feminista empezó a crecer a medida que iba avanzando el siglo. Y empezaría la conquista de los derechos que hemos conseguido hasta la fecha. Pero hablaré de ese tema en otra entrada.
Ahora, os dejo con un nuevo capítulo de "Cruel destino". Espero que os guste.

A Catalina le parecía casi un insulto verse obligada a llevar aquellos oscuros vestidos sólo porque tenía veinticuatro años y todavía no se había casado.
Quería subirse al campanario de la Iglesia y poder gritar su felicidad a los cuatro vientos. ¡Soy feliz!, pensó.
En el jardín de su casa, Catalina creía escuchar el sonido de un piano. E imaginó que era Stephen, que estaba interpretando alguna pieza para ella. Casi sin darse cuenta, Catalina empezó a tararear una canción. Empezó a dar vueltas sobre sí misma. Y creyó que estaba bailando un vals. Pese a que estaba sola en el jardín.
Se apoyó en el tronco de un árbol y lo rodeó mientras reía feliz.
Un columpio, pensó. Nuestra casa tendrá un columpio. Pasearemos en él a nuestros hijos.
Queta fue a buscar a Catalina. La encontró en el jardín y pensó que la joven se había vuelto loca. La vio bailando ella sola un vals, pese a que no se oía ninguna música. El Sol dio de lleno en Catalina y le confirió un imagen sobrenatural.
-Señorita Catalina, sus hermanas la están esperando en el salón para tomar el té-le informó.
Catalina se detuvo con las mejillas arrobadas. Se sentía un poco tonta por haber sido sorprendida mientras bailaba. Pasó por al lado de Queta mientras esbozaba una tímida sonrisa. Su cabello estaba suelto y flotaba al viento mientras bailaba. Del mismo color de la miel...
-Voy a arreglarme-le informó a la criada.
Queta había visto una extraña mancha de color carmesí aquella mañana en la cama de Catalina. Quería pensar que era la menstruación, que le había bajado. Pero tenía una sospecha en su mente que no la dejaba tranquila.
Queta cerró la puerta. Mientras, Catalina subió a su habitación a arreglarse un poco antes de bajar al salón.
Sentadas en el sofá del salón estaban María y Sara. María estaba bordando un pañuelo. Mientras, Sara le leía un libro en voz alta. Se llamaba "Oliver Twist" y era un libro que estaba teniendo bastante éxito en Inglaterra. Lo había escrito un tal Charles Dickens.
-"Ese chico se hará ahorcar"-leyó Sara-"Sí, se hará ahorcar".
-¿Lo quieren echar del orfanato sólo porque ha pedido una ración más de comida?-se maravilló María-¿En qué están pensando esa gente? No es gente. Es gentuza.
-Matan a los críos de hambre-se lamentó Sara-Lilith me ha dicho que eso es algo que pasa en muchos orfanatos. Tienen a muchos huérfanos a su cargo. Cree que es como una forma de encontrarles un hueco.
-Tu amiga tiene un sentido del humor demasiado macabro a mi parecer.
-Hola-las saludó Catalina.
Se sentó al lado de Sara, que quedó en medio entre Catalina y María.
-No te hemos visto por aquí en todo el día-observó María-¿Dónde te habías metido?
-He estado ocupada-contestó Catalina.
Don Enrique había salido. Había ido a visitar a don Roberto. Doña Hilda también había salido. Quería entablar amistad con una de las vecinas. No se sabía cuándo regresarían.
Catalina tenía un secreto que quería compartir con sus hermanas.
Sara cogió la tetera y le sirvió una taza de té a su hermana menor.
Estaba triste. Llevaba casi una semana sin ver a Darko. Sus hermanas habían intentado dar con él. Pero no lo habían conseguido. Sara quería pensar que estaba ocupado con su negocio en Londres. ¿Por qué no vendía el club? Le darían una fuerte suma de dinero por él. Podría vivir como un hombre honrado durante el resto de su vida. Sólo iba a granjearse la enemistad de muchos si seguía yendo por aquel camino. Y eso era algo que asustaba a Sara.
-Vamos a salir esta tarde-informó María-Iremos a encomendar telas. Necesitamos vestidos nuevos.
-¡Qué no sean de estos colores tan horribles!-pidió Catalina.
Sara pensó que su hermana estaba muy contenta. Había oído comentarle Queta a la cocinera que la había visto bailando en el jardín.
El Sol entraba de lleno por la ventana del salón. Iluminaba la pared. Los cojines de los sillones...La mesita donde estaba la tetera...La alfombra de estilo persa que cubría el suelo.
Sara bebió un sorbo de su taza de té.
-Tienes razón-opinó. Miró a Catalina-Estos vestidos son horribles. A Darko no le gusta que vista como una vieja solterona.
Por eso, no ha venido a buscarte, pensó Sara. Porque pareces una vieja con esta ropa tan horrible que llevas.
Por la mañana, se sentía sola. Sentía frío al levantarse de la cama.
El tic tac del reloj de pie del salón se le antojó insufrible.
-No podemos llevar ropa distinta a ésta-se lamentó María-Pero yo podría vestir de un modo distinto. Cuando me case con el conde. Vestiré como yo quiera. Inventaré una moda. Y todo el mundo me seguirá. Y vosotras podéis imitarme. Llevad los mismos vestidos que llevo yo. Vestidos que no serán oscuros. Todo lo contrario...
-¿Cómo serán?-inquirió Catalina-No me gustan los tonos pastel. Yo prefiero otros colores. Más alegres...
-¡El rojo!-se entusiasmó Sara-Es mi color favorito. Siempre he querido tener un vestido de ese color. Es el color del amor. De la pasión...
-Y también es el color de la sangre-le recordó María-No me gusta.
Y tampoco le gustaba el color blanco.
El blanco significaba pureza.
Y María no era pura.
No se atrevía a confesárselo a Roberto. De hacerlo, él podría dejarla. Los hombres buscaban una esposa virgen. Debía de recordarlo siempre.
Catalina había soñado despierta en el jardín. Había soñado con el futuro esperanzador que le esperaba a ella y a Stephen.
-Tengo que contaros una cosa-les dijo a sus hermanas-Pero tenéis que jurarme por San Roque que no le diréis ni una palabra de esto a nadie.
Sus hermanas se lo juraron por San Roque.
-Se trata de Stephen y de mí-prosiguió Catalina.
María y Sara intercambiaron una mirada cargada de preocupación. Tenían la sospecha de que había pasado algo entre Stephen y Catalina. Podían percibirlo en el comportamiento de la joven. Aquel día, Catalina parecía que estaba ausente del mundo. Nunca antes la habían visto tan feliz. Pero era una alegría que resultaba inquietante. Aunque contagiosa.
Catalina empezó a hablar de la noche antes. La ventana de su habitación estaba abierta. Unos pasos la despertaron. Vio una sombra masculina reflejándose en la pared de su habitación. Encendió una vela.
-¿Quién era?-le preguntó Sara.
-Era Stephen-respondió Catalina.
Ella llevaba puesto el camisón de dormir.
-¡Dios, no!-gimió María-No sigas.
-Tengo que contároslo-insistió Catalina-Pero no quiero que se lo digáis a nadie. ¡Lo habéis jurado!
-Lo hemos jurado, sí. Pero...Es que...
María cogió una galleta. La mordisqueó con gesto nervioso. Catalina cogió su taza de té. Le echó un terrón de azúcar. Lo removió con nerviosismo.
¿Cómo explicar la emoción que la embargó cuando Stephen se coló por la ventana de su habitación?
Soplaba una suave brisa que movía las cortinas de la habitación. Tímidamente, Catalina subió la manta hasta su cuello.
-Tenía que verte-le aseguró Stephen-No podía estar lejos de ti, Cathy.
Se sentó en la cama al lado de la joven. Catalina tragó saliva y tuvo la certeza de lo que Stephen quería de ella. Y decidió que no iba a sentir ningún miedo.
-Stephen...-susurró Catalina.
-¿Qué?-inquirió él.
-Quiero que me toques.
-No me atrevería a hacerlo.
-Has venido a hacerlo.
-No quiero hacerte daño, Cathy.
La ropa de Stephen voló, pero Catalina no quiso quitarse el camisón por pudor. Las manos de ambos se buscaron para acariciarse. Sus bocas se encontraron para besarse. Stephen cayó desnudo encima del cuerpo tembloroso y anhelante de Catalina.
No sintió temor alguno cuando las manos de Stephen la tocaron y la acariciaron.
Se besaron muchas veces. Él llegó a morder, en un arrebato, el cuello de su amada. La abrazó con fuerza y la pegó a su cuerpo. La acarició con auténtica ansia.
Perdió la cuenta de todas las veces que se besaron y que se acariciaron. Catalina sabía que estaba haciendo algo horrible. Horrible según la gente que le rodeaba. Pero su corazón le decía que lo que estaba haciendo estaba bien. Porque era lo que ella deseaba hacer. Porque amaba a aquel hombre.
Stephen llenó de besos cada porción del cuerpo de Catalina. Lamió cada centímetro de su piel. Le subió el camisón hasta las caderas. Quería conocerla y explorarla con sus manos y con sus labios.
-Haz conmigo lo que quieras-la invitó el hombre.
Las manos tímidas de Catalina acariciaron aquel cuerpo esbelto masculino. Stephen bajó las mangas del camisón de Catalina para besarle los hombros. Besó con arrebato su cuello.
Devolvió uno por uno cada uno de los besos que Stephen le daba. Lo abrazaba con furor. Lo besaba con pasión. Quería mostrarse deshinbida.
Pero se sintió extrañamente incómoda cuando Stephen recorrió con sus labios la base de su escote. O cuando chupó sus pezones, que asomaban por el camisón.
Sintió las manos de Stephen acariciando con suavidad sus muslos. Invitando a abrirlos para poder acomodarse entre ellos.
Se asustó al sentir su virilidad cerca de su hendidura.
-No tengas miedo-le pidió Stephen-Dolerá. Pero sólo será por esta vez.
-¿Y qué pasará después?-le preguntó Catalina.
-Después, disfrutaremos. Te haré vibrar.
-Promételo.
Y le dolió. Nadie la libró del dolor.
No pudo disfrutar completamente de aquella entrega total al hombre que más amaba en el mundo.
Se durmió con la cabeza apoyada en el pecho de Stephen, que la abrazaba con fuerza.
Pero él tuvo que irse antes del amanecer. Y la despertó para darle el último beso.
-Te amo y siempre te amaré-le aseguró.
Se vistió. La besó de nuevo. Y se marchó antes de dirigirle una mirada cargada de anhelo. Catalina se acostó de nuevo en la cama y se durmió pensando en Stephen.
Cuando se despertó, Catalina se arregló el camisón. Tenía la sensación de que alguien la había visto. Que sabía lo que había pasado entre aquellas cuatro paredes. Cerró la ventana de su habitación. La dejé abierta anoche, pensó. El reloj de cuco dio la hora. Las nueve de la mañana. No tenía un diario. No era como Sara, que sí tenía un diario. Escribía sus sentimientos y sus pensamientos en él. María tampoco tenía un diario.
Decidió que nadie la ayudaría a vestirse aquel día.
Se levantó de la cama. No quiso ni ponerse las zapatillas. Tenía las señales visibles en su cuerpo de la pasión de Stephen. Sus mordiscos y sus besos...
Maldecía el pudor que había sentido ante él. No pudo haberse desnudado ante Stephen. Y él quería verla desnuda. Quería ver cómo era su cuerpo sin la tela que lo cubría todos los días. Pero Catalina no fue capaz de despojarse del camisón. El miedo se apoderó de ella.
Aquella mañana, Queta no entró en la habitación de Catalina a ayudarla a vestirse. La joven decidió vestirse ella sola. Se sentía rara mientras se ponía el vestido gris que llevaba puesto. Le dolía un poco la entrepierna.
Se lavó ella sola después de echar agua en el aguamil. Se cepilló y se peinó como pudo su cabello tras haberse vestido. Ya no sangraba.
Le habían dicho que su primera vez le dolería. Y así había sido. Pero el dolor había valido la pena. Sin embargo, en la nube en la que flotaba, se le olvidó hacer ella misma la cama. O, al menos, ocultar la prueba de lo que había pasado aquella noche en su alcoba.
-¿Te has vuelto loca?-se escandalizó María.
-Creo que Cati ha hecho bien-opinó Sara.
-Y yo creo que os habéis vuelto las dos locas. ¿Cómo puede estar bien el haberse entregado a ese hombre?
María tenía los ojos llenos de lágrimas.
-Padre no quiere que se case con mister Winter-le recordó Sara-Pero, si Cati se quedara embarazada, cambiaría de opinión.
-O la mandaría a algún convento-replicó María.
Tenía el rostro rojo. Parecía que la habían abofeteado.
-Entiendo que estés enfadada conmigo, Mari-afirmó Catalina-Pero lo he hecho porque quería hacerlo. Porque estoy enamorada de Stephen. Tanto que quería ser suya en cuerpo y alma.
-Tendrías que haber esperado a estar casados-le recriminó María.
-Me voy a casar con él.
-Los hombres son raros. Pueden cambiar de idea si así lo quieren.
-Stephen no es así, Mari.
Pero su hermana no sabía qué pensar.
Bebió un sorbo de su taza de té. Estuvo a punto de atragantarse. La galleta que estaba comiendo Sara le pareció asquerosa.
Las tres hermanas decidieron salir a dar un paseo.
-Iremos a encomendar las telas-decidió Sara mientras se ponía de pie.
María y Catalina la secundaron.

2 comentarios:

  1. Muy buena reflexión sobre la moral. La verdad es que la mujer en ese siglo no tenía mucho protagonismo.
    Me tienes que perdonar porque tu historia de Pleamar la tengo un poco olvidada. Vas tan avanzada que voy a necesitar tiempo para poder leerla con calma.
    Un beso preciosa!!

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  2. Intento subir un capítulo cuando puedo. Pero tengo que corregir algunos detalles y pulirlos antes de seguir subiendo más capítulos.
    Intento que mis historias se ajusten a cómo era la mentalidad de aquella época. Una mujer no tenía derecho a nada. Ni siquiera tenía derecho a escoger con quién debía de casarse. No era libre de escoger sobre su persona. Y vas a ver como en esta historia se refleja en la medida de lo posible esta manera de pensar.
    Un abrazo, mi querida amiga.

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