domingo, 14 de diciembre de 2014

UNA MUJER RECUERDA (VERSIÓN EXTENDIDA)

Hola a todos.
Hacía tiempo que no subía ninguna de mis historias a este blog.
Aquí os traigo la versión extendida de mi cuento Una mujer recuerda. 
Podéis leer la versión corta en este link en mi blog "Mía Stella":

http://vidadeunadama.blogspot.com.es/2014/12/una-mujer-recuerda.html

En un primer momento, sería el desenlace final de la historia de Olivia O' Hara, pero, finalmente, lo descarté.
Como podéis ver, están muchas cosas sin pulir.
No obstante, deseo de corazón que os guste.

UNA MUJER RECUERDA


ABADÍA DE KYLEMORE, CONNEMARA, CONDADO DE GALWAY, 1897

            Es ya un poco tarde. Debería de estar cenando en el refectorio. Pero no tengo hambre. Prefiero quedarme aquí. Y reflexionar un poco sobre ciertas cosas.
            Miro con algo de desconfianza mi pluma estilográfica. Es un regalo de mi sobrino. Me la envió desde mi pueblo natal, Streetman. En el Estado de Texas…No me acostumbro a usarla.
            Mi sobrino no para de hablarme en sus cartas de los nuevos inventos.
            ¡Incluso habla de una máquina de escribir!
            Soy muy vieja. No podría ver esas cosas que se llaman teclados.
            Agito la pluma. Parece un termómetro. A veces, me cuesta trabajo manejarla. No escribe. Y mi mano tiembla con tanta violencia que podría acabar manchada de tinta. Empiezo a escribir. ¿Sobre qué escribo? ¿Por qué quiero escribir? Sólo sé que no quiero que nada se me borre de la mente. Ni quiero que me borren de la faz de La Tierra. Nunca he hecho algo por lo que se me recuerde. Sólo soy una persona anónima.
            No debería de buscar la aprobación de los demás. El capellán de la abadía dice que eso es pecado. No debo de ser vanidosa. Pero el demonio me tienta de nuevo. Y me dejo llevar.
            Me he pasado la vida dejándome llevar por todos.
            Pero nunca he sido capaz de dejarme llevar por los verdaderos impulsos de mi corazón.
            Debí de haber luchado por Jack.
            Mi amor por él era un pecado. Y lo sigo pensando después de tantos años sin verle.
            Tengo un papel delante de mí. Ya puedo plasmar lo que quiera en él. ¿Y qué es lo que quiero contar?
            No me atrevo a contarlo todo. Empezaré poco a poco. Así, es más fácil llegar hasta el final. Aunque se tarde mucho. No importa. Quiero pensar que aún me quedan unos años más de vida.
            No puedo pedirle a Dios más de lo que Él me ha dado. Y me ha dado muchas cosas buenas dentro de todas las desgracias que se han cebado sobre mí.
            Pero las he superado. Sigo viva después de todos estos años. Sigo viva. Por suerte. O por desgracia. Pero aquí estoy.
            Soy una mujer vieja. Hace muchos años que llegué a esta abadía. Entonces, era joven. Joven, pero con el corazón hecho pedazos. Mi marido me había abandonado y mi hijo había muerto. Repaso las cartas que he recibido. Me doy cuenta de que no queda nada de la joven que llegó aquí con el corazón destrozado. Fuera, la ciudad rezuma vida. Dentro, no siento ya ganas de morirme. Hace mucho que morí. Llegué a la abadía con el corazón roto. Y con el cuerpo enfermo. Y destrozado.
            El gran amor de mi vida, Jack Mackenzie, había muerto en Streetman, el pequeño pueblo de Texas donde nací. Y donde crecí. Había muerto al lado de su mujer, Danielle García.
            Aún estoy enamorada de Jack. Pero…Él ya no está. Se fue. Está muerto.
            Muerto…
            Igual que mis sueños de adolescente. Igual que yo. Pero aquí estoy. Sigo viva.
            Quiero pensar que algún día volveré a verle. Estaremos de nuevo juntos. Le besaré de nuevo. Y él me besará.
            ¿Cuántos años han pasado desde mi llegada a la abadía?
            Casi no me acuerdo. Creo que han pasado unos cuarenta años. Cuarenta años en los que he envejecido. Pero pienso que ya llegué vieja aquí. Cuarenta años…
            Estaba enferma cuando llegué a Dublín. Una enfermedad del alma, como decía mi médico, Victor Woods. Espíritus malignos que me acechaban. Como me decía mi amiga Dos Nubes. ¿Qué habrá sido de ella?
            Cuarenta años sin abrazar a Jack.
            Cometí un terrible pecado. Y mi pecado fue enamorarme de un hombre que ya tenía dueña. Porque Jack estaba casado.
            Leo las cartas que recibo. Se me cansa la vista.
            He de usar gafas para leer. Las monjas más jóvenes hablan del nuevo siglo que está a punto de empezar. El siglo XX…Todas desean que sea mucho mejor que el siglo que está llegando a su fin. Me encierro en mi celda. No sé porqué hoy me ha dado ganas de escribir. ¿Sobre qué quiero escribir? Quiero escribir sobre mi vida. Pero también quiero escribir sobre la vida de mi familia. Sobre todo lo que nos ha pasado.
            Recuerdo cómo era en el pasado. Y es esa imagen mía la que quiero conservar en mi cabeza.
            Tenía la piel de color sonrosado y un cuerpo esbelto y bien proporcionado; soy mucho más alta que Estelle y, sin duda alguna, mucho más atractiva y sensual que ella. Iré al Infierno. Y todo por pecar de prepotencia. He cometido tantos pecados que ya no me importa nada.
            Veo a veces a alguna joven novicia preparando chocolate, mientras la cocinera le alecciona para que lo mueva de manera que quede bien espeso. La novicia hace caso de lo que dice la cocinera (irlandesa, como todas las que estamos aquí) y mueve el chocolate. Mira a la cocinera buscando su visto bueno.
            Llegué aquí por decisión propia. He de admitirlo.
            Pero no me acostumbro a estar encerrada. Mi alma se separa de mi cuerpo. Piensa que está de nuevo en Streetman. Y que vuelvo a ser de nuevo joven.
            No puedo viajar atrás en el tiempo. Pero mi mente sí que hace esos viajes. Y es feliz cuando imagina que no está en la abadía. Vuelvo a sentir el Sol dándome de lleno en la cara. Vuelvo a sentir mi cabello flotando al viento. Vuelvo a vestir pantalones. Llevo mi viejo poncho encima de la camisa. Soy de nuevo Olivia O’ Hara. La intrépida joven que participaba en rodeos.
-¿Desea alguna cosa, hermana Dulce?-me pregunta la cocinera.
            Niego con la cabeza.
-¿Qué tal lo hago?-le pregunta la novicia a la cocinera.
-Tiene que mover el cucharón con más suavidad, niña-le indica ésta.
-¡Es lo que estoy haciendo!
-No sea tan impaciente. El chocolate lleva su tiempo para hacerse. No hay que darle prisa.
-¡Yo no tengo prisa!
-No se altere, niña. Se lo aconsejo. Se pone muy fea. Y, además, le salen arrugas.
-¡No diga eso!
-No se enfade.
            La novicia se dirige hacia la cocina, donde vé que sale humo del horno. Mamá maldice en voz alta su suerte porque se ha olvidado del horno que ha dejado metido dentro del horno y del que ya no se acordaba.
            Se me viene, de inmediato, la imagen de Nora a la cabeza. Nora era la cocinera que trabajaba para nosotros en La Isaura. El rancho que compró mi padre después de mucho esfuerzo. Yo le ayudaba a llevarlo. Lo sacamos adelante entre los dos.
            La veo en la cocina discutir con nuestra criada. Se llamaba Consuela.
            Las dos hablan de los ingredientes que hay que echar en una cocina. Consuela tenía más experiencia que Nora como cocinera. Pero Nora presumía de ser mucho mejor cocinera que Consuela. Sin embargo, se querían mucho. Consuela no tuvo hijos y veía a Nora como a una hija. En cambio, los padres de Nora murieron años antes. Y murieron de una forma horrible que preferiría no tener que contar.
            Las dos se apoyaban de forma mutua.
            Estaban muy unidas, lo sé. Lo he visto.
            Cuando Nora se fue, Consuela quedó destrozada. Me lo confesó.
            Entro en la cocina a veces para ayudar a la cocinera y ya sé preparar algunas comidas; le agradezco a Nora su paciencia para conmigo. Otra habría terminado echándome de la cocina. Pero ella se empeñó en enseñarme a cocinar.  Me decía a qué comidas debía de echarle patatas. O zanahorias…O tomates…
-A usted le irán bien las cosas, hermana Dulce, porque eres fuerte e independiente-suele decirme la cocinera cuando me vé pelando patatas.
-Seamos sinceras-le corrijo-Soy una vieja medio ciega. Con muchos temblores de manos…No me puede ir nada bien.
-Pero se esfuerza.
            No me gusta trabajar en la cocina. De hecho, los asuntos domésticos siempre han sido algo que me repelían. No quería aceptar que yo era una mujer. Porque ser mujer para mí significaba enfrentarme a los peores instintos de los hombres. Y morir por culpa de aquellos instintos. Como murió mi madre.
            Debería de estar contenta por estar viviendo en la abadía. No habría podido casarme con ningún hombre porque mi marido sigue vivo. Ahora, después del tiempo transcurrido, estará muerto. ¡Qué Dios me perdone, pero me alegro de que esté muerto!
            La oigo quejarse (a la novicia, quiero decir) cada vez que le salpica la harina cuando está haciendo un pastel con la cocinera. O cuando se mancha de huevo. A veces, tiene que salir corriendo de la cocina, manchada de huevo y harina, salir al jardín y chillar como una loca.
-No debería de estar aquí, hermana-le dice la tutora de las novicias-Vuelva dentro.
-¡No soporto estar aquí!-lloriquea la novicia.
-Puede irse cuando quiera. No es ninguna prisionera.
-Usted sabe bien el porqué no me puedo ir.
            Y a mí me gustaría saber el porqué no se puede ir. Piensa que nadie la oye quejarse. Pero la cocinera la oye quejarse. Yo también la oigo quejarse en la distancia.
            Me pregunto si la han castigado alguna vez. Hace mucho que no me pongo el cilicio.
            Sé que mi hermano lo ha llevado puesto. Fue en la época en la que estaba en el seminario.
            He pasado muchas noches en la capilla rezando. Hace mucho que no veo ni a Freddie ni a Estelle y quiero verlos. De vez en cuando, viene Tyler a verme. Es mi hermano mayor. El otro hermano mayor que tenía, mayor incluso que Tyler, Dillon, falleció no hace mucho. Y hace unos años, mi cuñada Lucy me escribió contándome que su marido, mi hermano Ethan, había muerto. No volví a ver a Ethan desde que me marché de Streetman. Y lo mismo puedo decir de Dillon.
-Estás viejo, Tyler-le digo.
-¡Anda que tú!-me contesta él.
            Paseamos por el jardín. Hablamos del jubileo de la Reina Victoria.
-Lleva sesenta años en el trono-me cuenta Tyler-¡Y ahí sigue!
-Y seguirá durante muchos años-apostillo-Nunca se morirá.
-Tiene que morir. Nadie posee el don de la Vida Eterna. Está cada vez más vieja.
-Como nosotros.
            Nos echamos a reír. Tyler usa bastón para poder caminar. A veces, mi sobrino Oliver, el hijo de Tyler, viene a verme. Es todo un hombre, muy parecido a Tyler. Y también muy parecido a mi padre. Al abuelo que nunca llegó a conocer. Hablamos mucho en el jardín.
            He salido muy pocas veces de la abadía. Sólo salgo para visitar a mi hermano Tyler. Es curioso cómo he recuperado el tiempo perdido con él. Voy a su casa y tomamos juntos el té. Me cuenta las travesuras que hacen sus nietos. A poco que viva, me asegura, verá nacer a sus bisnietos. Incluso me cuenta que su nieto mayor está pensando en casarse con una joven a la que corteja. El tic-tac del reloj de pie que tiene en el salón me recuerda que el tiempo ha pasado. Y que ya no somos jóvenes. Aún así, disfruto de sus estas salidas. Recuerdo una que fue hace unos meses. Mi cuñada Rachel, la esposa de Tyler y madre de Oliver, había muerto. Quise acompañar a mi hermano en estos momentos tan duros. Juntos velamos el cadáver de mi cuñada. Fue en el convento donde conocí, por fin, a Rachel. Desde entonces, Tyler se siente solo. Oliver y su mujer vienen a verle. Pero no es lo mismo.
            Permanecí mucho tiempo mirando el cuerpo sin vida de mi cuñada. Las manos me temblaban y no pude amortajarlo. Fue la esposa de Oliver la que se encargó de lavar el cuerpo de Rachel. Le puso un bonito vestido.
            Recibo de manera periódica cartas de mis hermanos. Son felices. Quiero pensar que son felices. Me alegro por ellos. Sé que uno de ellos, al menos, está al lado de la mujer que ama. De ella…No olvido la relación que me une tanto a Freddie como a Estelle. Están juntos. Tienen hijos. Y también tienen nietos.
            Yo no tengo ninguna de esas cosas. Ni nietos. Ni hijos.
            Pero he estado casada, aunque no sé dónde estará mi marido.
            No me importa decirlo.
            Mi matrimonio fue un fracaso. Me casé con Greg para olvidar a Jack. Pero no lo conseguí. Greg fue el primer hombre que me cortejó. Y creí que estaba enamorado de mí. Pensaba que no podía estar con el hombre al que yo amaba. Pero sí podía estar un hombre que estaba enamorado de mí. Fue el mayor error de mi vida. ¿Actuaría del mismo modo si pudiera volver a vivir? Creo que sí.
            He cometido muchas locuras a lo largo de mi vida.
            Me amparo en la excusa de que era joven. Y no me gustaba la vida que llevaba. Renegaba de mí misma por miedo. He presumido de ser muy valiente. Pero, a la hora de la verdad, he sido una cobarde. Me daba miedo estar con Jack no sólo por el hecho de que él estuviera casado.
            Me daban miedo los hombres en general. Una y otra vez, volvía a mi cabeza la imagen de mi madre muriendo desangrada tras sufrir un aborto. Yo estaba a su lado y lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. La sangre no dejaba de manar de su interior. Coloqué toallas húmedas entre sus piernas. Apreté con fuerza sus muslos. Pero vi cómo mi madre se iba muriendo. Y no podía hacer nada para impedirlo.
            Tenía miedo de ser víctima de la lascivia de un hombre. Porque mi madre murió por culpa de la lascivia de mi padre.
            Voy a la capilla.
            Mis manos sujetan mi rosario. Era de mi madre. Mis manos tiemblan mientras sigo las cuentas del rosario. Mis manos son toscas. Han trabajado mucho.
-Ora pronobis-rezo.
            No me sale apenas la voz. Pienso que Dios me estará escuchando. Y debe de acordarse de esta pecadora. Me queda el consuelo de saber que pronto me reuniré con él. Y habré dejado de sufrir.
-Mater…-susurro.
            Suelo ir mucho al confesionario. Necesito descargar mi conciencia.
            El capellán se ha convertido en uno de mis principales apoyos. Escucha todos mis pecados. Nunca me ha juzgado. Lo cual agradezco.
-Ave María Purísima-digo.
-Sin pecado concebido-me dice el capellán.
-Padre, vengo a confesarme. No soy capaz de olvidar a Jack.
-Eso pasó hace muchos años, hija mía.
-Lo sé, Padre. Pero sigo enamorada de él.
            Acabo casi siempre llorando.
            Como ya he dicho antes, el único que viene a verme es Tyler. Es algo curioso porque nunca hemos estado muy unidos que digamos. Ahora, mientras paseamos por el jardín, parece que somos amigos de toda la vida. Incluso me atrevo a intercambiar confidencias con él. Sin embargo, no soy capaz de abrirle mi corazón.
-¿Cómo estás?-le pregunto durante nuestros paseos.
-Estoy viejo-responde Tyler-Y lo que es peor. Estoy cansado. ¿Y qué me dices de ti, Livie?
-Te recuerdo que soy la hermana Dulce.
-Tú eres mi hermana y te llamas Olivia. Y siempre serás mi hermana.
            Tiene razón, pienso.
            Siempre seré su hermana.
            Pienso mucho en Freddie y en Estelle. Ellos se enamoraron y pudieron ser felices. Pero tuvieron que luchar mucho para poder estar juntos. Las circunstancias les fueron adversas. Y siento que no les apoyé lo suficiente. Sólo estaba pensando en mí. Y en lo desdichada que era. Pequé de egoísta. Después de todo, Freddie es mi hermano y Estelle es mi prima. Me consuela pensar que, al menos, ellos son felices.
            No me importa haberle perdido la pista. No voy a negar que echo de menos a Jack, porque él fue mi primer y único amor. Pero…Sé cuál es mi deber como mujer. Y sé que jamás habría podido ser una buena esposa para Greg. Nuestro matrimonio fue deteriorándose con el paso de los años. ¿Años? Fue menos. Pero se me hicieron eternos. Insultos…Golpes…Infidelidades…Y no tendría que quejarme. Estelle es afortunada. Freddie la adora. Y, además, no viven en Dublín. Viven lejos. Cuando Freddie se marchó, se llevó consigo a su mujer.
            Están en casa.
            Repaso lo que acabo de escribir. Mi verdadero nombre es Dulce Olivia Sybil O’ Hara. Me cambié de nombre hace muchos años. Hace cuarenta y cinco años. Me siento vieja. Y también me siento cansada. Soy una mujer vieja. No puedo mirarme en un espejo.
            De hacerlo, vería muchas cosas.
            Las arrugas surcan mi rostro. Mi pelo se ha teñido de canas.
            Mis pasos son ágiles. O intentan ser ágiles. Pero me duele mucho la espalda. Y me canso cuando voy caminando por los corredores. Me duele, incluso, la mano cuando escribo. No le haré caso a los dolores. Voy a escribir.
            Pero Olivia no está muerta, deseo pensar. Una parte de ella todavía vive. Leo lo que he escrito. Antes, llevaba un diario. Todos llevaban un diario. Creo que toda la gente que conozco escribe un diario. Estelle…Freddie…Mi tía…Mi madre… Mi abuela…Alguna amiga…Alguna vecina…No conocí a mi abuela. Pero me han hablado de ella. De mi abuela…De mi bisabuela…De mi tatarabuela…
            En mi diario aparezco tal y como soy. Como siempre he sido. Nunca he querido cambiar. Ni puedo cambiar. O cómo era. Olivia vive. Soy consciente de ello. Olivia vive. Está viva. Viva…En esta celda…
            ¿Por dónde puedo empezar?
            Debo de empezar por el principio. ¿Y cuál es el principio? No tengo ni idea. Las historias de nuestros antepasados forman parte de nosotros.
            Una decisión simple puede cambiar tu vida. Y la vida de tus descendientes. ¿Cuándo empezó a moldearse mi vida? ¿Cuándo surgió la verdadera personalidad de Olivia O’ Hara? ¿Fue cuando murió mi madre? ¿O fue mucho antes? Antes, incluso, de nacer. Incluso…Antes de nacer mi madre.
            Ahora, no está la hermana Dulce Nombre de María. Ése es mi nombre en la abadía. La anciana monja que pasea despacio por el jardín. Que tiene que apoyarse en un bastón cuando camina por el corredor. Ahora, Olivia está aquí. Se dedica a escribir lo que le pasa. Lo que piensa. Lo que siente. Me arranco el corazón y lo pongo encima del escritorio. Tengo que ser sincera conmigo misma. Con todos…
            Se me nublan los ojos. No es por las cataratas, como dice el médico.
            Es por las lágrimas. Olivia ha sufrido mucho. Ha llorado mucho. Un día, se le secaron las lágrimas. Dejó de llorar. No…Dejé de llorar. No podía llorar.
            Trago saliva. Suspiro. No vale la pena, me digo. No llores. Porque llorar es de débiles. Y tú siempre has sido fuerte. No llores, Olivia.
            Hace años que no lloro. No puedo. No puedo llorar.
            Ni quiero llorar. No quiero que nadie piense lo que no soy. Lloré todas las veces que Jack me besó. Pero lo hice por miedo. Por miedo a pecar. Porque me había enamorado de un hombre casado. Y, que Dios me perdone, aún lo amo. No he vuelto a ver a Jack desde que me marché. Pero él ha seguido pensando en mí. En todos los besos que compartimos. En todo el amor que nos tuvimos. Me odio a mí misma. Pequé con Jack. Y sé que volvería a hacerlo de tener ocasión.
            ¿Por qué no dejo la abadía?
            Aún estoy a tiempo.
            Nunca pensé en ser monja. Nunca he tenido vocación religiosa. Mi estancia en la abadía es sólo una muestra más de mi cobardía. No soy capaz de enfrentarme al mundo. Es mejor permanecer aquí encerrada. Entre los muros de esta abadía…Ya ni me reúno en el refectorio con el resto de la congregación. No tengo hambre. No puedo leer bien si no llevo puestas mis gafas. Y, aún así, no consigo ver bien las letras.
            Sigo pensando en ver de nuevo a Jack. Quiero besarle y abrazarle. Quiero tocarle y quiero dejarme llevar por sus caricias. Recuerdo las pocas veces que he sido valiente en mi vida. Y han sido cuando he estado con él.
            No me arrepiento de haber yacido entre sus brazos. Volvería a dejarme llevar por sus besos de tener una nueva oportunidad. Volvería a abrazarlo. A sentir sus caricias. Lo haría de nuevo sin dudarlo. De ser de nuevo joven. Volvería a estar con él.
            No me miro en el espejo porque aquí no hay espejos. Pero no me reconocería con el hábito. De joven, me gustaba vestir pantalones y camisas de hombre. Me vería rara vistiendo un hábito de color negro.
            A veces, siento que voy disfrazada.
            Voy a la capilla. Rezo mucho por la salvación de mi alma.
            Está claro que no tengo vocación. Nunca la he tenido. Ingresé en la orden por desesperación. Me quería morir. Había intentado quitarme la vida. No lo había conseguido. Tenía miedo de mí misma. De lo que podía hacerme a mí misma.
            Por eso mismo, fui a la abadía. Había oído hablar de ella. Pensé que entre sus muros encontraría algo de paz en mi atormentado espíritu. Estaba desesperada. Necesitaba ayuda.
            Y la encontré. La Madre Superiora siempre ha sido muy buena conmigo. Ha sido como una madre para mí. Me ha cuidado. Me ha aconsejado. Me ha orientado. Yo tenía catorce años cuando murió mi madre. Y estuve demasiado apegada a mi padre. Pese a que éste no paraba de decepcionarme. Como decepcionó a mi madre.
            Porque necesitaba protegerme de mí misma. Porque estaba asustada. Porque… Deseaba morirme. Ahora, me siento segura.
            Cuando llegué, apenas probaba alimento. Había dejado de comer. La enfermedad que sufría tenía más que ver con mi estado de ánimo que con alguna enfermedad física. Pluma Roja tenía razón. Pluma Roja era un amigo mío. Era comanche.
            Los espíritus me torturaban. Me acosaban.
            He sufrido mucho a lo largo de mi vida. Y no he sido capaz de pelear por lo que quería.
            Y yo quería estar con Jack.
            He sido una cobarde.
            Me arrepiento de ello.
            Me costó trabajo salir de mi celda y reunirme con las demás hermanas en el refectorio a la hora de comer. Un día, a la hora de comer, tuve valor para hacerlo.
-Olivia-me dijo la Madre Superiora.
            Recuerdo que estaban dando cuenta de un plato de sopa.
-Tengo hambre-le informé.
-Eso es una excelente noticia-se congratuló la Madre Superiora.
            Me senté a la mesa. Me sirvieron un plato de sopa.
            Me dieron una cuchara.
            Empecé a dar cuenta de aquel plato de sopa.
-No molesten a la señorita O’ Hara, hermanas-pidió la Madre Superiora.
            No hablé con nadie. De hecho, apenas hablo con las demás hermanas.
            Decidí tomar los hábitos. No quería saber nada del mundo. Me sentía traicionada por éste. No podía regresar a Streetman. No podía estar con Jack. No era digna de estar con ningún hombre. Y mi marido debía de seguir disfrutando de la vida al lado de su zorra.
-Reverenda Madre-recuerdo que le dije.
            Estábamos en su despacho.
-¿Cómo se encuentra, Olivia?-me preguntó.
-Estoy mejor, gracias-respondí-Madre, necesito comentarle una cosa.
-¿De qué se trata?
-Se trata de mí. He tomado una decisión.
-¿Con respecto a qué?
            Entonces, le conté que había decidido tomar los hábitos. Ella se alegró mucho. Me dijo que siempre tuvo la certeza de que yo tenía alma de monja.
-Usted no me conoce bien, Reverenda Madre-sonreí.
            Entró una novicia. Nos sirvió el té.
-Necesita paz para su espíritu, Olivia-me comentó la Madre Superiora.
-Y eso es lo que busco-insistí-Necesito protegerme. Hay muchos malos espíritus que me atormentan.
-Una curiosa manera de ver las cosas.
-Me lo dijo una amiga en Streetman. Fue antes de venir a Dublín.
-Entiendo.
            No le hablé de Dos Nubes. No sé si la Madre Superiora habría entendido la espiritualidad de los comanches.
            Pasé un periodo de prueba.
            Había que comprobar si mi vocación era auténtica o si no lo era. Otra joven entró en la abadía casi al mismo tiempo. Nos pusieron en la misma celda. Recuerdo que apenas nos hablábamos. No nos hicimos amigas. A decir verdad, nunca he hecho una amiga desde que estoy aquí. Todas las monjas que formaban la congregación cuando yo llegué han muerto. Sólo quedan unas pocas. Las demás han ido llegando con el paso del tiempo. Algunas, muy pocas, han decidido irse.
            Pienso de nuevo en mi compañera de celda.
            Ella pasaba mucho tiempo escribiendo a su familia. Y yo estaba casi siempre trabajando en el huerto. Necesitaba trabajar y sentirme útil. Me dejaban entrar en la biblioteca de la abadía. Devoré con ansia todos los libros que encontré. No me di cuenta y fue pasando el tiempo. Por las noches, me metía en mi celda que compartía con la otra joven. Nos poníamos el camisón sin mirarnos. Ella tenía la costumbre de cepillarse el pelo antes de acostarse. No tenía vocación religiosa. Vivía demasiado apegada a la vida terrenal.
            Nos acostábamos en nuestros respectivos camastros casi sin hablarnos.
            Al cabo de algún tiempo, entré en la celda. La vi preparando la maleta. Me dijo simplemente que se iba. No hice más preguntas.
            Superé con éxito el periodo de prueba y me hice postulante. Al cabo de dos años, me hice novicia.
            Dos años después, pasé un año de formación teológica.
            Finalmente, tomé los hábitos.
            Ya era monja. Hice votos de caridad, de humildad, de pobreza y de castidad. Durante todos estos años, he procurado no romper ni uno solo de esos votos.
            Creo que lo he conseguido. A medida que iba pasando el tiempo, empecé a cambiar.
            Me he hecho vieja.
            No me atrevo a mirarme en un espejo.
            Los años no perdonan. Quiero pensar que me conservo bien. Al vivir alejada del mundo, no he sufrido mucho. Pero todos mis sufrimientos vienen de mi interior. De los recuerdos que aún me siguen acosando. Cuando me acuesto por las noches en mi camastro, cierro los ojos. Y empiezo a pensar.
            Veo a Jack inclinándose sobre mí para besarme.
            Puedo escuchar el sonido de su voz.
            Vuelvo a ser joven.
            Mi cabello se torna de nuevo de color caoba.
            Vuelvo a ser ágil.
            Siento cómo mi corazón vuelve a latir con energía. Cómo noto la sangre corriendo por mis venas. Y quiero saltar un tronco caído montada a lomos de mi yegua Yasmina. Entonces, dejo de sentir rencor hacia Kimberly. Ella no tiene la culpa. Sólo se enamoró de mi padre. Y él le correspondió. Fue un error mío no entenderlo.
            Me he ganado una cierta fama en la abadía. Las postulantes creen que soy antipática. Las monjas que son de mi edad (cada vez son menos) piensan que soy sólo callada. Son las que mejor me conocen. Las monjas más maduras piensan que sólo soy una viejecita excéntrica.
            No saben la verdad. Nadie me conoce de verdad. No hablo con nadie porque no me atrevo a abrirme a nadie.
            Ni siquiera le he hablado a Tyler de Jack.
            No me atrevo. Me daría vergüenza. Tyler podría opinar lo peor de mí.
            No sería cierto. Pero lo pienso.
            Mi pecado fue enamorarme de un hombre caso. Mientras lo pienso, lo escribo. Es mejor que la gente lo sepa. Que se sepa que siempre he amado a Jack Mackenzie. Y que lo amaré hasta el día de mi muerte. Freddie se enamoró de Estelle a pesar de que él también estaba prohibido para ella. Pero Estelle y Freddie, al contrario que yo, no huyeron de su amor. Plantaron cara al destino. Lucharon por estar juntos. Y lo consiguieron.
            Y yo, en cambio, estoy sola por culpa de mi cobardía.
            Por mi cabeza pasan imágenes. Son imágenes de mi pasado. De todo lo que he visto. Imágenes de la gente que quiero. Que ahora son felices.
            Es el pasado. Aparece ante mí. Intento evitar esas imágenes. Pero no lo consigo. Veo a Estelle y a Freddie. Les veo paseando por el jardín de la abadía. Les oigo hablar. Se susurran cosas al oído. Se ríen por lo bajines. Van cogidos de la mano. Vuelven a ser jóvenes. Y los recuerdo así. Jóvenes…
            Te amo. Te necesito. Te deseo. Te anhelo. Quédate conmigo. Quédate siempre conmigo.
            Yo también te quiero. Yo también necesito estar contigo. Nunca me dejes.
            Prométeme que estaremos siempre juntos.
            Están desnudos. Me incomoda pensar en mi hermano desnudo. Veo a Freddie con la cabeza apoyada en los pechos de Estelle. Los dos se miran y acaban intercambiando besos apasionados. Se acarician con las manos. Se acarician con los labios. Se lamen el uno al otro. Las manos de Freddie se pierden entre las piernas de Estelle. Así lo he visto. Vuelven a besarse apasionadamente. Freddie la besa en los pechos. La besa en los muslos. El momento se prolonga. Ella le habla. Le acuna. Le besa. Llena de besos el rostro de Freddie. Le acaricia el pelo. Freddie le chupa los pechos.
            Los veo el uno en el interior del otro. Se mueven al unísono. Se atraen el uno al otro. Se restriegan. Lo que hacen no me parece que sea inmoral. Ni que sea sucio. O que sea pecaminoso.
            Se aman. Se lo demuestran de este modo.
            Ha pasado mucho tiempo.
            Pero todavía está fresca esa imagen en mi cabeza. El momento en el que descubrí la clase de relación que unía a mi hermano con mi prima.
            Una relación que no mantuve con Jack. Porque mi pudor lo impidió.
            El mundo que conozco ha cambiado. No puedo verlo. Pero me han hablado de cosas que me asustan.
            Por ejemplo, existen unos aparatos que permiten hablar con una persona en la distancia aunque tú no la veas. Y hay unos chismes con motor que funcionan y que hacen las veces de carruaje. ¡Eso es ridículo!, pienso. Las novicias dicen que es verdad. Nunca lo he visto.
            Nadie viene a verme. Pero sí vienen de visita los familiares de otras monjas. Sé más o menos cómo funciona el mundo. He hablado con ellos. Les hago preguntas.
            Y ellos me hablan. Me cuentan cosas en los locutorios.
            Sé lo que soy para ellos. Una vieja chocha…Pero hubo un tiempo en el que fui joven. Y estaba llena de vida. Hubo un tiempo en el que amé y fui amada.
            Pero cometí muchos errores. Tuve miedo. Lo he dicho antes. No me molesta nada admitirlo. Fui una cobarde que no supo luchar por lo que de verdad quería.
            Sigo escribiendo. Es necesario que deje constancia de todo lo que me ha pasado. Me pregunto si ha sido culpa mía. O si ha sido culpa de la educación que recibí de mi madre. O si todas las cosas que hicieron mis antepasados han tenido algo que ver con la vida que he llevado. Son preguntas que no tienen respuesta. Que carecen por completo de sentido.
            Oigo los cuchicheos de las postulantes.
            Las oigo pasear por el corredor. Sus pasos son suaves y tranquilos. Antes, mi paso era firme y decidido. Recuerdo que caminaba dando largas zancadas. Una sonrisa se escapa de mis labios.
            Pareces una marimacho, Livie.
            ¡Es la voz de Kimberly!
            Necesitas aprender buenos modales.
            ¡Es la voz de mi padre!
            Nunca cambies. Sigue siendo tal y como eres. La Olivia de la que estoy enamorado.
            ¡Es la voz de Jack! Casi puedo sentir sus labios tocando los míos.
            Mis ojos se llenan de lágrimas. Soy una vieja sensiblera. Lloro por todo, aunque no quiera.
            Y dejé escapar el amor. No puedo viajar atrás en el tiempo. No puedo cambiar mi pasado. Pero sí puedo recordarlo. Me quedan los recuerdos. Y es en ellos en los que busco refugio. Consuelo…
            Y quiero plasmar mis recuerdos en un papel. Por lo menos, quiero dejar constancia de mi paso por este mundo. No quedará nadie para que me recuerde.
            Pero alguien leerá estas líneas. Y dirá que, al menos, Dulce Olivia Sybil O’ Hara vivió como pudo su vida.



FIN


1 comentario:

  1. Uy adore el final porque todos pensamos a si queremos ser recordados de alguna manera y saber que hicimos algo en este mundo. Te mando un beso

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