CARTAGENA
Su vida era aquélla. No tenía ninguna variación.
Ya no bordaba su ajuar de boda.
¿Qué ganaba bordando un ajuar que nunca iba a necesitar? Se iba a quedar soltera.
A doña Camila eso no le importaba. Casi agradecía tener a sus dos hijas menores en casa.
Le había perdonado con excesiva facilidad a Eva su "desliz". Y Miriam se enfadaba con su madre cada vez que lo mencionaba. ¿Desliz?
¿Llamaba desliz a haber tenido a escondidas un hijo con un pintor? ¿Llamaba desliz a, pasados algunos años, haber huido con aquel pintor? ¿Eso era lo que doña Camila entendía por desliz? Miriam quería gritarle a su madre que debía de entender ella mejor que nadie lo que era tener un desliz. O, mejor dicho, su abuela, aquella mujer que nunca se ocupó de ella. La madre de doña Camila...
Lo último que quería Miriam era discutir con su madre. Tenía que pasar el resto de su vida encerrada entre las paredes de aquella enorme, fría y oscura casa. Sus años de vida debían de ser más bien soportables. Si no lo eran, se volvería loca. Los recuerdos la volverían loca.
Todas las tardes, Miriam Colina y Yáñez cogía un libro de la biblioteca de su casa. Iba a la habitación de su hermana Aurora.
-¿Quieres que te lea un rato en voz alta?-le preguntaba.
-No tengo ganas-respondía Aurora.
-Tienes que distraerte de alguna manera, hermanita. Te leeré algo. Y no pensarás en nada.
Acariciaba con su mano el cabello de Aurora. Siempre lo llevaba suelto. Se sentaba en una silla junto a la silla de ruedas. Aurora miraba con gesto distraído por la ventana. Y Miriam sentía, mientras leía, un enorme deseo de saltar por la ventana. Ni leer en voz alta los artículos del difunto Larra la ayudaban. Hizo bien en suicidarse, pensó Miriam. No sirve de nada vivir. Sólo venimos a este mundo a sufrir. Como la pobre Aurora está sufriendo.
Eva había hecho bien en irse con Jaime a Portmán.
Estarían cerca de su hijo. Algún día, dentro de algún tiempo, se casarían. Pero estaban juntos. Mientras que Miriam seguía llorando la muerte de Alejandro. Maldecía a todo el mundo. Maldecía a Eva por haber sido una hipócrita. Y se maldecía así misma por haber sido una cobarde.
A veces, iba a la casa de los Quintanar. Casi podía verla jugando en el jardín. Una criada corría detrás de ella.
-¡A que te pillo!-le decía.
-¡No!-gritaba la niña.
Y Miriam se sentía tentada a saltar la verja del jardín. A gritarle a los cuatro vientos que aquella niña era su hija. La hija que ella y Alejandro habían engendrado. Quería llevársela consigo, pero no se atrevía. Era una cobarde.
Jamás olvidaría el dolor que se apoderó de ella cuando supo que Alejandro había muerto. Aquel dolor fue tan intenso que la llevó a estar postrada en la cama durante varios días, pero, por suerte, su bebé no corrió ningún peligro. Miriam todavía se despertaba en mitad de la noche. Sentía los labios de Alejandro posándose en los suyos.
Su casa se estaba convirtiendo en una especie de tumba para ella. Sólo quedaban ella, su madre y Aurora.
Su madre no iba a vivir eternamente. Y Miriam se consagraría a cuidar a Aurora. Pero su hermana tenía sus propios sueños. Se lo confesó una tarde a Miriam mientras paseaban por la calle del Carmen. Le dijo que quería casarse.
-Sabes que eso no va a poder ser-le recordó Miriam-Tú no puedes casarte.
-No podría darle un hijo a mi marido-se lamentó Aurora-Pero quiero conocer el amor. No quiero que me pase lo mismo que te ha pasado a ti.
-¿Y qué me ha pasado a mí?
-Nunca has estado enamorada.
Miriam sintió cómo un puñal se le clavaba en el pecho.
-Eso no lo sabes-le replicó.
-Nadie te ha cortejado nunca en serio-le recordó Aurora.
Miriam sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. ¡Qué poco la conocía Aurora! ¡Qué poco la había conocido aquella hipócrita de Eva! No quería volver a verla. La odiaba por haberla engañado.
Pasaron por al lado de un teatro de títeres. Miriam detuvo la silla de ruedas. Por lo menos, los títeres servirían de distracción a Aurora.
Muchas veces, Miriam se había sentido tentada a hablar con su madre. Quería confesarle su secreto. Quería recuperar a su hija. Sabía que se llamaba Victoria. Igual que una de las tías de su madre...Victoria le parecía un nombre precioso. Victoria...
Lo más duro que jamás había hecho había sido dejarla.
¿Le contarían los Quintanar a Victoria su origen? ¿La estaba criando el matrimonio como hija suya? Iba a verla y, a veces, no podía verla. No salía al jardín. No podía escuchar sus gritos mientras jugaba. Ya tenía siete años.
-¡No me pillas!-gritaba Victoria-¡Juguemos a otra cosa!
Miriam se sentía tentada a acercarse a los Quintanar. Quería trabar amistad con ellos. Pero le vencía una vez más el miedo. Miedo a ser descubierta...Miedo a que la verdad saliera a la luz. Ella era la verdadera madre de Victoria.
Entonces, toda Cartagena sabría que la casta y virtuosa solterona Miriam Colina y Yáñez era una mujer que se había entregado a un criminal sin escrúpulos de manera voluntaria. Porque la ciudad conocía de sobra a Alejandro. Recordaba los robos cometidos. Los chantajes...Los sobornos...Los secuestros...El burdel que dirigía con mano de hierro. Los asesinatos...
Y Miriam le recordaba de otro modo. Recordaba el olor a coñac que desprendía. Recordaba los momentos vividos a su lado. ¿Un delincuente? ¿Un criminal? Jamás tuvo miedo de él. Ni siquiera durante los días en los que estuvo secuestrada. Cuando le conoció. Alejandro parecía que estaba ahí para protegerla. De algún modo, siempre la estaba protegiendo. Aunque ya no estaba.
Doña Camila sentía que era incapaz de llegar hasta su hija. Echaba de menos a Roberto. Pero él parecía que iba a permanecer en Inglaterra más tiempo del esperado.
Espero que no cometa una estupidez, pensaba doña Camila. En esta familia, somos propensos a cometer estupideces. Mi hijo...Mi madre...Mi tía...Mis hijas...
Roberto había tenido suerte.
Parecía que había tenido que salir de su país para encontrar a la mujer adecuada para convertirse en la condesa de Mora. Y la casualidad había hecho que esa mujer no sólo fuera compatriota suya. Sino que era, además, también paisana. Doña Camila había oído hablar de los locos Fernández. A pesar de que la guerra no había llegado a las puertas de Cartagena, el cabeza de familia sintió terror. Cogió a su familia. Y huyó a Inglaterra. De momento, Cartagena se encontraba a salvo de disparos. Bastante mal lo había pasado durante el Trienio Liberal. ¡Y Roberto...! ¡Qué horror! ¡Unirse a una banda de delincuentes! Serían partidarios del Rey, pero seguían siendo unos delincuentes. ¡Qué escándalo!
Doña Camila intuía que algo raro le pasaba a Miriam.
Pero parecía que sus hijos vivían en otro mundo. Así había sido con Roberto, con Eva y con Miriam. Incluso notaba que Aurora se alejaba cada día que pasaba un poco más de ella. Doña Camila no había conocido a sus padres. Su madre se ocupaba de su manuntención en el convento. Pero nunca fue a verla. Y su padre era un hombre de rostro difuso para su madre. Y de nombre desconocido para ella. Un hombre que apareció en la vida de su madre. La sedujo. Y siguió su camino.
Había tenido mucha suerte. Pero sus hijos no tenían tanta suerte. Eva había protagonizado el mayor escándalo de la historia de la ciudad. Y Roberto parecía que no acertaba a encontrar el amor. Mientras, Miriam y Aurora se estaban consumiendo en vida. Y doña Camila se sentía impotente al no poder ayudarlas.
Esto era lo que pensaba todas las tardes mientras rezaba el rosario.
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