Hola a todos.
Aquí os traigo el tercer fragmento de mi relato La petición.
¡Vamos a ver qué ocurre hoy!
Debía de admitirlo.
De algún modo, Christine había logrado colarse en el corazón de Ian, pero no como su prima que era. La miraba. Y sólo veía a una mujer.
Una tarde, estando los dos a solas en el salón, Ian decidió sincerarse con ella. Alyssa se había retirado a su alcoba a dormir la siesta. Christine estaba escribiendo una lista con los nombres de las candidatas.
Sin darse cuenta, Ian empezó a hablar. Le confesó a Christine que no estaba interesado en ninguna de aquellas jóvenes. Que no quería casarse con ninguna de ellas. Tal vez, podría parecerle una traición a lo que le había pedido Marsali que hiciera. Pero él estaba enamorado de ella.
En un primer momento, Christine pensó que su primo le estaba gastando una broma. Debía de ser una broma.
Hasta que le vio arrodillado ante ella besando sus manos con fervor.
-¿Te has vuelto loco?-le preguntó con temor.
-Estoy loco por ti, Chrissy-respondió Ian con vehemencia.
-¡Levántate ahora mismo del suelo!
-Estoy a tu servicio.
A partir de aquel momento, Christine decidió mantener las distancias con Ian. Salía a pasear ella sola, ante el horror de su madre.
-Llévate por lo menos a tu dama de compañía-le pedía Alyssa.
Su dama de compañía tenía cuarenta años. Estaba todavía soltera y no había renunciado a casarse.
Solía ponerse a coquetear con los hombres que veía en la orilla del río pescando. Era demasiado violento para Christine salir a pasear con ella. Pero era mejor que estar con Ian después de lo que le había confesado. ¿Cómo podía decirle con tanta vehemencia que la amaba?
¿Acaso no quería pensar en Marsali? ¡No querría verle casado con ella! Se había vuelto loco.
Ian no sabía qué hacer para ganarse de nuevo la confianza de Christine. Se arrepentía de haberle declarado su amor.
Para Christine, él era tan sólo su primo. Había traicionado la confianza que había depositado en él. No sabía qué iba a pasar entre ellos. Ian tan sólo sabía que no quería renunciar a ella.
Era feliz cuando besaba la frente de Christine todas las noches cuando ella se retiraba a su habitación.
Pero no era suficiente.
Se conformaba con ello. Y, al cabo de algún tiempo, a Christine le pareció que era demasiado poco.
Era feliz cuando Ian cogía sus manos, se las besaba y le decía que eran delicadas y blancas como la nieve. Y, una tarde, mientras sentaban sentados a la orilla del río, Ian se atrevió a robarle un beso y Christine sintió cómo una ola de calor inundaba su cuerpo.
Lo admitía. Le había gustado.
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