Aquí os dejo el segundo capítulo de "Amores silenciosos".
Está dividida en varias partes. En la primera parte, cuento la historia de Lucía. De cómo encuentra el amor en la persona menos indicada y de cómo lucha para conservarlo. En la segunda parte, cuento la historia de las hijas de Lucía y de su hermana Sara. También darán de qué hablar estas chicas.
Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos, que eso es malo.
Como dice Jack El Destripador, vayamos por partes.
Muchas gracias por vuestras palabras y por leer esta historia.
El uniforme del internado consistía en un vestido azul que llegaba hasta los tobillos. Las alumnas se ponían encima del vestido un delantal de color blanco. Muchas mañanas, Lucía era la encargada de peinar a Blanca. Recogía su pelo de color castaño rojizo en dos trenzas que caían sobre sus hombros.
-Echo de menos a padre y a madre-le confesó una de aquellas mañanas Blanca a su hermana mayor-¿Por qué tuvieron que morir?
-La Madre María dice que es la Voluntad de Dios-contestó Lucía.
-¡No lo entiendo! ¿Por qué Dios tuvo que llevarse a nuestros padres? ¿No se dio cuenta de que nos dejaba solas?
Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas al pensar en sus padres.
-Se nos está haciendo tarde para ir a clase-se limitó a decir.
En el pasillo las estaban esperando Sara y la mejor amiga de Lucía desde que entró en el internado, Marianne.
Marianne Buttercop era inglesa. Vivía desde hacía varios años en Nueva Guinea junto con sus padres. Éstos la habían internado allí porque querían darle una educación esmerada. Desde que conoció a Lucía, Marianne quiso ser su amiga. Le caía bien aquella española de mirada dulce y gesto triste.
-Conozco esa mirada tuya-le comentó Marianne a Lucía mientras caminaban por el pasillo-Estás a punto de empezar a llorar.
Marianne solía hablar con Lucía en español. Su amiga la había enseñado a hablar aquel idioma. Y Marianne encontraba cierto consuelo en hablar en un idioma que le sonaba más alegre que su ronco inglés.
-Blanquita echa de menos a nuestros padres-le confesó Lucía.
-Es normal-admitió Marianne-Aún es una niña. No entiende el porqué está aquí encerrada. Esto me recuerda a una cárcel.
-Estás empezando a hablar igual que Sara.
-Tu hermana tiene razón, Lucy. No podemos ir a ningún sitio. Yo apenas veo a mis padres. Todo lo que sé de ellos es por lo que me cuentan en sus cartas.
Habían sido muchas las noches en las que Lucía se había quedado dormida llorando. Intentaba ocultar su dolor a los ojos de sus hermanas. Pero Marianne era la única que sabía lo mucho que estaba sufriendo Lucía. Varias veces, la había visto llorar a escondidas en la capilla del internado. Por lo menos, pensaba Marianne, a Lucía le quedaba el consuelo de tener a sus hermanas con ella. Marianne tenía un hermano mayor al que apenas veía. Pensaba que para su hermano era más importante estar por ahí seduciendo a pelanduscas que ir a visitarla. A veces, prefería pensar que era hija única.
Lucía recordaba las tardes en las que su padre las reunía en el salón.
-Os voy a contar un cuento-les decía.
Lucía y Sara se sentaban en el suelo, muy cerca de él. Felipe cogía a Blanca en brazos y la sentaba sobre sus rodillas. Sentada en el sofá, Hortensia contemplaba la escena mientras cosía.
-¿Qué cuento queréis que os cuente?-le preguntaba Felipe a sus hijas.
-El de el ratón de campo y el ratón de ciudad-respondía Sara.
Felipe empezaba a contar el cuento.
-Hace muchos años...-decía.
La desgracia se había cebado sobre la familia cinco años antes. Los holandeses ya habían apoderado de la zona occidental de Nueva Guinea. Pero esa noticia carecía de importancia para la familia Acebedo Gutiérrez.
Felipe se estaba muriendo.
Por aquel entonces, Lucía tenía doce años. Desde una esquina de la habitación de sus padres, veía cómo la vida de su progenitor se estaba apagando. Sara lloraba abiertamente en otra esquina.
-¡Padre!-gritaba Blanca. Tenía, por aquel entonces, nueve años-¡Padre!
Hortensia tuvo que sacarla de la habitación. Felipe se encontraba gravemente enfermo.
Lucía se armó de valor y se acercó a la cama donde yacía su padre. Aquel hombre delgado y demacrado no podía ser el mismo hombre de aspecto imponente que le había contado cuentos.
-Padre...-susurró Lucía.
Felipe abrió los ojos y esbozó una sonrisa al ver a su hija mayor.
-Mi pequeña...-susurró el hombre-Te quiero mucho.
Gruesos lagrimones empezaron a rodar por las mejillas de Lucía. No quería perder a su padre, pero veía cómo su vida se estaba apagando poco a poco. Felipe cogió la mano de su hija y se la oprimió con fuerza.
-Tienes que ser fuerte, hija mía-le pidió antes de morir-Cuida de tus hermanas. Quiérelas mucho.
-Sí, padre-asintió Lucía.
Sara se acercó tímidamente a él.
-Padre...-lo llamó.
-Pórtate bien-le pidió Felipe. Miraba fijamente a Sara-Obedece a tu madre y a tu hermana. Ellas van a cuidar de ti en mi lugar.
-Así lo haré, padre-accedió Sara.
Felipe Acebedo murió lejos de su tierra natal, España. Pero le quedó el consuelo de saber que no estaba solo. Moría rodeado de las cuatro mujeres de su vida. Su mujer...Y sus tres hijas...
Ay, me ha dado pena el final del capítulo, pero también me ha inspirado mucha ternura, me encanta cómo recreas el ambiente familiar, el cariño, las diferencias, las pérdidas...
ResponderEliminarFelicidades, besos.
Hola, Aglaia.
ResponderEliminar¡Felicidades a ti por tu decisión de publicar! Te admiro muchísimo por ello. Y me alegra ver que te gusta mi novela. Tiene sus defectos, pero la escribí con mucho cariño y me ilusiona poder compartirla.
Muchísimas gracias por tus palabras.
Un fuerte abrazo.